Cantar a pleno pulmón. Pisar el césped con los pies descalzos. Comer nocilla con los dedos de las manos. Hacerte gritar. Los besos de esquimal. Y los de mariposa. Reir hasta que me duela la barriga. Bailar bajo la lluvía. Saltar más alto que nadie. Tirarme a la piscina con ropa. Hacerme pasar por guiri. Ser feliz. Poner la música alta hasta que se quejen los vecinos. Viajar. Quitarte la ropa. Leer la Sombra del Viento. Que me hagas cosquillas. Subir en montañas rusas. Perderme por el bosque. Desayunar donuts de chocolate. Escuchar los susurros del viento. Coleccionar secretos. Las tardes de invierno. Subir hasta el cielo. Comerte a besos. El sonido de la lluvia. Patinar sobre el hielo.

lunes, 18 de octubre de 2010

Drácula, mi amor.

A veces le temía. Otras le deseaba. Y, en ocasiones, le despreciaba. Y sin embargo, aun sabiendo lo que era y lo que anhelaba, no podía evitar amarle.

Jamás olvidaré la magia de su abrazo, el irresistible magnetismo de sus ojos cuando me miraba o cómo era girar en la pista de baile entre sus brazos. Me estremezco de gozo cuando recuerdo la embriagadora sensación de viajar con él a la velocidad de la luz y el modo en que me hacía jadear con inimaginable placer y deseo con solo rozarme. Pero lo más asombroso fueron las interminables horas que pasamos conversando, esos momentos robados en los que desnudamos mutuamente nuestro ser más íntimo y descubrimos todo cuanto teníamos en común.

Le amaba. Le amaba apasionada y profundamente, desde lo más recóndito de mi alma y con cada latido de mi corazón. Hubo un tiempo en el que podría haber renunciado, sin pensarlo dos veces, a esta vida humana para estar a su lado para siempre.


Y sin embargo...

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